latecleadera

domingo, 19 de abril de 2015

El perfume prohibido


Empecemos por decir que yo del mundo de la perfumería solo sé lo que el libro y película “el perfume historia de un asesino” de Patrick Süskind,  nos ha enseñado.  Soy un invidente olfativo, para mí un Chanel No 5, un Paco Rabanne o un Dior están en el mismo racero de un Yanbal, un Esika o un Suavitel. Aun soy de los que se niegan a utilizar champú  EGO para hombre, temeroso de terminar usando después:  gel, Acondicionador, crema humectante para el cuerpo y para las manos, jabón para el cuerpo y para las zonas intimas, exfoliantes,  suavizantes, crema antiarrugas, tinte para las canas, delineadores, tonificadores, y máquinas de afeitar para barba con barrita de aloe, para las axilas con manzanilla, para el pecho con sábila y para la pelvis y el culo con menta,  claro todos estos productos de la marca MACHO. Mis incursiones cosmetológicas se limitan a todos aquellos menjurjes  que enmascaren el natural aroma de macho alfa dominante que queda después de un día de trabajo bajo el candente sol del valle de las tristezas: polvo mexana para la pecueca, el antitraspirante en oferta en el supermercado para la chucha y la loción de turno de la revista de catálogo.  ¿Y a qué viene todo esto?  Cierto día sentado en el consultorio, divagando sobre la ecuación de Drake y la paradoja de Fermi, entró una paciente y con su aroma impregnó todo aquel recinto;  era algo denso, algo dulce, algo caliente y sofocante, pero principalmente, era algo que me evocaba épocas de mi niñez  cuando aquel aroma se mezclaba con el sudor en las misas del domingo, o cuando llegaban de visita a la casa mi bisabuela y mi tía abuela  para departir el desayuno dominical o cuando entraba a casa una señora toda encopetada, cubierta de chales y rebosos, acalorada, sudando gotas gruesas que se escurrían por su frente y presta a realizar las suscripciones a la liga del mártir de Armero.  Este aroma tan familiar, tan nuestro, tan arraigado en nuestra área olfativa es el aroma de TABU, el perfume prohibido.  Y esta es su historia.

jueves, 2 de abril de 2015

Confieso que he pecado



Curiosamente me gusta la semana santa;  me gusta entrar a los templos católicos y verlos repletos de gente mascullando oraciones de un lado para otro, me gusta ver las imágenes de santos erguidas en sus caballetes y engalanadas con flores y adornos de papel, me gusta el olor a incienso y el vuelo de las golondrinas sobre los candelabros luminosos del techo.  Cuando puedo pasar la semana santa en mi pueblo, suelo salir en las noches en compañía de mi hijo a ver las procesiones por las calles silenciosas, cuando puedo me uno a ellas y me dejo embriagar por el susurro de voces que siguen una sola melodía grave y en ocasiones disonante, al compás del sonido que dejan los pasos en el asfalto polvoriento, el llanto ocasional de algún niño y el ladrido de los perros en las casas cercanas.


La semana santa me gusta porque me trae a la memoria los tiempos de mi niñez, cuando junto a  mis tíos abuelos, católicos a ultranza, los acompañaba a cuanta ceremonia o evento religioso se realizara, para la mente de aquel niño, aquello estaba lejos de las reflexiones teosóficas, cosmogónicas y morales posteriores, ese solo era un lapso de tiempo en donde aquel mundo vaporoso y mágico en el cual  reposaba el dios que me habían inculcado -un dios austero pero bondadoso- bajaba de su espacio sin lugar y se diluía en cada figura de yeso, en cada cuadro pintado, en cada flor de lirio y hoja de palma, en cada cantico y en cada oración profesada por el sacerdote de turno.  Por suerte alcance a vivir aquel último coletazo de los tiempos que contaban los abuelos en donde todo era prohibido, en donde todo lo que se sublevara contra el rito de rigor sería debidamente castigado por el maligno, que como en ninguna otra época, andaba más atento,  merodeando por los ríos y las montañas a la espera de los infractores.  Creo que fui de  la última generación que aspiró aquel humo de incienso que provocaba una extraña reacción en el cuerpo, que hacía que la verga del hombre permaneciera pegada a la cúpula vaginal como perros callejeros hasta la deshonra el viernes santo.