latecleadera

sábado, 10 de mayo de 2014

Un bambuco por favor



Muchas veces por cosas de la vida llegan a nuestras manos obras que bien podrían estar condenadas al olvido.

Hace años, recién graduado, llegué a un pequeño poblado inmerso en la cordillera colombiana, allí iniciaría mi rural, con tremendas expectativas por esa nueva experiencia. Y una de esas expectativas era la rubia preciosa y pendenciera que allí trabajaba  como odontóloga,  o al menos eso era lo que me había comentado un médico amigo que conocía la zona.  

Mientras viajaba por carreteras maltrechas en una chiva destartalada, me imaginaba en mi futura vida profesional, de parranda y jolgorio continuo, acolitado (y quien sabe que más) por mi compañera laboral.  Después de las 3 o 4 horas de viaje al fin llegué a mi destino, un caserío de 3 calles  con la soledad típica de todos los pueblos a las 11 de la mañana. Me dirigí al puesto de salud y  me presenté ante el médico saliente. Este amablemente me presentó mi nuevo equipo de trabajo, y tamaña sorpresa me lleve cuando del consultorio de odontología no salió la venus libertina que me habían pintado  sino un señor cincuentón, con principios de calvicie y un típico acento paisa.

 – ¡mucho gusto hombre!-
Me saludó  y me dio la mano efusivamente.

De toda aquella serie de elucubraciones mentales que había tenido  no quedó nada, que mala suerte la mía, pensé.


Su nombre era Eduardo Enrique Gil Cataño, y aunque nunca me acolitó  ninguno de mis pendencieros planes, pues no gustaba de parranda y menos del trago, si fue una de esas personas que por fortuna muy de vez en cuando se encuentran en la vida.  

Artista hasta los huesos, formaba parte del reconocido DUETO ENSUEÑOS (desconocido para mi) ganador de no sé cuántas veces el Mono Núñez y otro montón de concursos nacionales e internacionales de música colombiana. Curiosamente como maestro de guitarra era pésimo.    según me contó, la había aprendido a tocar a oído, y para enseñar guitarra a oído a un rockero la cosa se ponía complicada.  Lo suyo era el canto: cantaba al desayuno, al almuerzo y a la cena. Y cuando no cantaba narraba anécdotas e historias (algunas repetidas y parecía no darse cuenta, cosas de la edad pensaba yo), vaya uno a saber si eran ciertas.  


Fueron días de trabajo agradable, de tertulias diarias, bien podían ser en la cabina de la ambulancia, junto a palomino el conductor  o en la sala del puesto de salud. De  el aprendí a criticar como lo hacen los abuelos, también seguí sus fieles enseñanzas en métodos y tácticas para “volarse” del trabajo (en términos médicos seria fistulizarce), aprendí a escuchar y degustar la música colombiana, que hasta esa fecha solo me era tolerable en almuerzos y presentaciones de colegio. Y me enseñó esa manía  de iniciar proyectos porque si,  solo por la razón de mantener la mente ocupada, como lo fue    crear un ajedrez en mármol  del cual solo hizo medio tablero y dos peones,  o crear pequeños lagos en el patio para criar peces ornamentales de los cuales solo cavo dos o tres huecos sin forma, en los cuales al final sembró  cilantro que nunca creció, cortesía de los pájaros y las hormigas. Sin contar con los experimentos culinarios con menudencia de pollo y maíz pira que mejor ni me acuerdo.

 Fue en una de tantas charlas  en la que  me habló sobre su padre, un señor aún más díscolo que él, alcalde de Cañasgordas al cual siempre describió como un patriarca casi macondiano.  Entre una historia y otra me regaló un libro, bueno… en realidad un archivo de Word, donde el viejo, antes de morir había dejado plasmadas sus memorias.  Lo leí meses después, 172 páginas donde Domingo Gil narraba su vida desde  cuando era un mocoso desarrapado hasta sus últimos apuntes ya en los 90s. Le pregunté si lo habían publicado,  si mal no estoy me dijo que no, pero que sí pensaba hacerlo.  No sé si lo hizo, a los pocos años Eduardo murió  víctima de un cáncer renal, recibió a la señora muerte cantando, como siempre había querido.

PD: Hoy  me enteré  que nació  su primera nieta, ¿Qué bambuco le habría dedicado?

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